domingo, 28 de julio de 2013

Un escudo de pintura

La niña suspiró.
Se miró al espejo y contempló sus facciones, todavía tristes. Es curioso ver como las lágrimas dejan una huella muy difícil de ocultar mientras que la sonrisa es casi inapreciable.
Se puso a la faena tras limpiar la última lágrima.
Como todos los días, la niña se aplicaba una gruesa capa de maquillaje. Ocultaba sus pecas, sus prematuras espinillas y su pálida tez. No quería que nadie descubriese su piel joven e imperfecta.
Continuó con los ojos que, una vez contorneados, coloreó dulcemente de un color natural y vivaz.
Odiaba sus ojos. No podía ni verlos (irónico). ¿Curioso? No eran afinados ni perfectos. No eran azules como los de la barbie o verdes como los de las modelos. Sus ojos, aquella ventana hacia sus sentimientos, debían ser ocultados. Nadie tenía por qué saber que se odiaba. Nadie tenía por qué ver más allá de lo que ella quería que viesen los demás.
Se relajó. Le dolían los pies de estar tanto tiempo de puntillas ante el alto espejo.
Por último, coloreó su pequeña cara. Su cara pálida ausente de color, ahora se veía lúcida con esos pómulos sonrojados y esos labios carnosos que no llegaban a ser rojos. Aliviada y avivada, terminó.
Volvió a suspirar y esta vez se separó un poco del espejo para contemplar su obra maestra.
Ya no había ni rastro de esa niña fea. De esa niña real. De esa niña, al fin y al cabo.
Era su máscara. Era su legado, su avatar, su muralla, su escudo.
Eso era ella.
Tan joven.
Tan triste.