jueves, 22 de agosto de 2013

Capítulo III, el misterio de la caja

El otro lado del lago era prácticamente igual que en el que había estado.  Hermoso, por supuesto.
Me interné en el bosque en busca de sombra y me tumbé en el suelo mientras recuperaba el aliento.
Había llegado hasta allí yo sola y no solo eso, había burlado la muerte. Por lo que mi autoestima había aumentado considerablemente.
Estuve un buen rato sentada disfrutando de la suave brisa y la sombra acogedora hasta que finalmente mis tripas dieron señales de vida.
No parecía que hubiese nada comestible en los alrededores, desgraciadamente. Recordé el manzano que había encontrado en el otro lado del lago y mi boca empezó a salivar violentamente.
Necesitaba comer, ya.
Me levanté contenta de tener un nuevo objetivo y empecé mi búsqueda de alimento.
Al principio fue difícil y desesperante, pero pronto empecé a encontrar árboles conocidos cuyas frutas eran comestibles e incluso frutos secos.
No era un manjar, por supuesto… pero para alguien que se había internado en un supuesto bosque sagrado mitológico sin nada más que un libro, un cuaderno, un boli y una cámara de fotos… era más que suficiente.
Para ser precisos, en aquel mismo instante no tenía ni ropa. Lo había dejado todo al otro lado de la orilla en una desesperante forma de empezar mi aventura.
“Mejor así”, pensé. No necesitaba objetos. Sólo me necesitaba a mí misma y algo que aprender.
Tras llenar mi estómago, decidí descansar un rato más. Había tenido muchas emociones en un corto plazo de tiempo, debía estabilizar mis sentimientos y asentar mis ideas.
Y fue lo que hice las dos siguientes horas.
Cuando volví a abrir los ojos tras una cómoda siesta, casi creía poder ver todavía aquellos ojos azules profundos y curiosos.
¿Habría sido todo un sueño? Mi corazón y mi cabeza no se ponían de acuerdo, así que decidí que era real en la medida que soy capaz de comprender.
La realidad depende de la cultura, la ignorancia e incluso la edad. Por supuesto no es la misma realidad la que vivía yo que la que vive un niño de África.
Yo lo entendería así.
Durante mi estancia en aquel lugar, abriría nuevos caminos a mi realidad. Abriría la mente a nuevas posibilidades. Porque, solo quizás, todo era posible. Y mientras estuviese el “Quizás” era suficiente.
Estiré todos los músculos y proseguí mi pausada marcha.
Ya era hora de… hacer lo que tuviese que hacer. Era curioso sí, pero los mejores caminos son aquellos que encontramos sin buscar. Porque para buscar nos hacemos ideas, ilusiones y prejuicios. Ya esperamos encontrar algo. En cambio, no buscarlo supone valorar aquello que encontremos de una manera más honesta y real.
Por tanto, curioso o no, yo caminaba contenta de manera azarosa, disfrutando de las cosas que encontraba por el bosque, de los animales que me observaban desde lo lejos y de la vida en si.
Porque la vida era maravillosa, perfecta, estupenda… hasta que encontré eso. El dicho de todos los gatos, la tortura de todo ser humano.
Tras un buen rato de senderismo llegué a un claro del bosque poco iluminado debido a los altos árboles. Y allí en medio, como si formase parte del hermoso paisaje, se encontraba una caja de cartón cerrada.
Al principio algo en mi cerebro pareció no encajar aquello. Se suponía que este lugar estaba desierto y ante mis ojos se hallaba una caja típica de embalaje marrón, obviamente, cerrada.
Me acerqué lentamente como si en cualquier momento pudiese estallar una bomba.
Estaba justo en medio y de repente se me ocurrió que podría haberla dejado alguien.
Me estremecí ante aquella idea y tapé mis pechos con los brazos a la par que mis ojos intentaban localizar cualquier intruso gracioso.
¿Sería una broma? Si era así, pronto lo sabría.
Me acerqué hasta una distancia prudente de la caja y empecé a dar vueltas a su alrededor como si fuese un depredador, observando cada centímetro de ella.
No había nada fuera de lo normal que llamase mi atención. Era una simple caja en un extraño y curioso lugar.
Me senté en frente de ella y la miré detenidamente. Fuera lo que fuese, algo debía contener en su interior, ¿no?
Quizá comida, ropa, un set de supervivencia… aquello sería lo más usual y recomendable. Pero quizá había algo más, quizá estaba la respuesta a todas mis preguntas, quizá se encontraba la felicidad o incluso quizá esa cajita contenía guardado el secreto de la vida eterna…
Mi cerebro jugó y jugó con ideas de lo que aquella caja podía contener.
¡Podría ser cualquier cosa! Y aquella certeza solo incentivaba más mi curiosidad e imaginación.
Pasaron los días, los meses, y yo cogí costumbre de ir siempre al claro del bosque y sentarme en frente de la caja para observarla detenidamente e imaginar que podría haber dentro.
Se volvió algo vicioso y necesario para mi día a día.
Muchas veces, olvidaba comer, olvidaba las actividades básicas para la supervivencia, prendida ante el misterio de la caja.
Muchos pensaréis… ¿Y por qué no la abriste? Probablemente mi vida en ese momento necesitaba misterio, imaginación, ilusión, esperanza…qué se yo.
Pero todo, absolutamente todo, estaba basado en la caja, en lo que ella podría contener y en lo que eso supondría para mi vida.
Un día me desperté perezosa, cansada un poco de la rutina.
Llevaba tiempo de mal humor y todo lo que se me ocurría que pudiese haber dentro de la caja era malo. Con malo quiero decir cosas que supondrían un cambio malo en mi vida. Como, por ejemplo, tristeza, soledad, desolación…
El tiempo no acompañaba mi mal augurio. Los días claros y calurosos hacía ya tiempo que habían acabado.
No tenía nada de ropa, por lo que ya empezaba a notar el descenso de temperatura en mis propias carnes.
Me levanté y empecé mi camino rutinario hasta la caja. No dormía cerca de ella, por supuesto. A pesar de que era mi mayor intriga, también era mi mayor miedo. Por lo que me pasaba el día junto a ella y la noche lejos, muy lejos.
Por fin la divisé a lo lejos, en su sitio, como siempre.
Caminé con paso ligero y me senté en frente de ella. Nos miramos mutuamente como de costumbre.
Y ella, nuevamente, solo me dejaba creer que en su interior habría cosas malas.
Mi corazón se aceleró apresuradamente.
No podía soportar más esa intriga y ese dolor. Necesitaba saber que había dentro, necesitaba saber que había algo bueno, que era importante y que todo el tiempo trascurrido en frente de ella imaginando, no había sido en vano.
Supongo que en fondo sabía que tarde o temprano abriría esa caja. Solo tenía miedo a asomarme en su interior. Solo tenía miedo a saber la verdad porque imaginar era mucho más sencillo y menos doloroso.
Pero ya era hora, tenía que hacerlo. Ya no por la intriga, sino por mi. Por mis sentimientos.
Y… eso hice. Me acerqué con las manos temblantes y el corazón ajetreado y poco a poco fui abriendo la caja de cartón marrón.
Abrí un asa, abrí la otra y… me asomé.
Había imaginado muchísimas cosas… mi imaginación había volado, había soñado e incluso había amado. Pero no era nada de aquello, ni mucho menos.
¿Qué había en la caja? Pues se hallaba lo único que no se me había pasado por la cabeza:
Nada.
Dentro de la caja, no había nada.
Mi corazón dio un vuelco y me separé de ella angustiada asimilando la información poco a poco.
Fue uno de esos momentos en los que tu realidad se ve alterada. Notas como que algo importante ha ocurrido y esperas a la reacción fisiológica de tu cuerpo.
Y así fue.
Empecé a llorar como una niña. Las lágrimas caían de mis ojos como si no hubiese un mañana.
Lloraba y lloraba desolada.
Me sentía dolida, estafada, engañada y al mismo tiempo… culpable. Yo sola había buscado aquel sufrimiento.
Nadie me obligó a mirar en la caja ni nadie me obligó a imaginar que pudiese haber cosas buenas dentro. Pero lo hice, pobre de mi.
Mi corazón sufría, mi alma estaba rota y las pruebas eran mis lágrimas.
Solo el tiempo podría curar aquella herida profunda, solo el tiempo diría si aprendí algo de aquel triste desenlace.

Porque el tiempo es el único capaz de no detenerse a pesar de todas las adversidades.
Porque yo era incapaz de seguir... porque soy incapaz.

lunes, 19 de agosto de 2013

Capítulo II, La otra orilla del lago

Una brisa suave recorrió mi piel mojada.
“¿Estoy viva?” fue lo primero que pensé cuando abrí los ojos. El sol me saludaba en el firmamento, el agua de la orilla del lago me mecía dulcemente y el viento me hacía cosquillas en cada centímetro de mi desnuda piel.
Algo como paz interior residía ahora en mi corazón. Suspiré enamorada de la vida.
Relajé los hombros, entorné los párpados y dejé la mente en blanco.
Era perfecto.
Ya no recordaba nada. No recordaba ni a mi familia, ni a mis amigos, ni la razón por la cual estaba ahí. Solo sentía. Sentía todo lo que tenía al rededor y lo que no.
Era como si lo abstracto ahora fuese tan real que pudiese tocarlo con la mente.
Me levanté lentamente y miré hacia delante. Ahí estaba, el ancho y largo lago. Me miraba desde las profundidades de sus aguas, seguro.
Todavía con la sonrisa en la cara, empecé a caminar sin rumbo alguno. La hierba le hacía cosquillas a mis pies y las mariposas jugaban alrededor de mí.
Esta vez no era yo la que perseguía mariposas. Ellas me seguían a mi, seguras, como quien sigue a una madre.
Pero pronto toda esa paz interior desapareció tan rápido como había llegado.
Noté un zumbido en mi oreja derecha.
Era un zumbido fuerte, perturbador y revelador. Como si quisiese decir algo.
Me giré y me volví girar totalmente desorientada. Una abeja de un tamaño considerable se aproximaba hacia mi curiosa. Yo era totalmente alérgica a cualquier veneno por lo que le tenía un pánico especial a las abejas.
Me puse nerviosa y empecé a correr como una loca mientras agitaba mis brazos alrededor de mi cabeza.
Corría tan ensimismada porque no me picase la abeja que, finalmente, me tropecé y caí de bruces contra el suelo húmedo y fangoso.
Ese golpe apaciguó mi turbación durante unos pocos minutos, minutos suficientes como para escuchar su voz.
“¿Estás bien?” Me preguntó.
Alcé la mirada -todavía desenfocada- pero no vi el propietario de dicha voz.
“Te has dado un buen golpe, preciosa” Dijo esta vez. Conseguí divisar aquella voz, tras varios torpes intentos. Era la abeja curiosa.
Me levanté, esta vez más segura, y la miré fijamente.
Ella se acercó a mí y me sonrió, si es que las abejas pueden sonreír.
“Estoy asombrado. Estás aquí.” Dijo.
Todavía no estaba segura de si tenía un traumatismo cerebral por lo que decidí no responder. Parpadeé como cinco veces más, me froté los ojos, escupí para ver si había sangre, y volví a fijar mi mirada en la abeja, que no se había movido ni un ápice.
-No lo sé, puede que esté loca. -Respondí finalmente.
La abeja zumbó divertida alrededor de mí.
“La cordura solo aleja a los humanos de las respuestas más interesantes. Pero tú ya no eres humana”
Dijo la abeja satisfecha.
-Claro que lo soy, eso es estúpido... ¿No me ves?-
“¿Y tú te ves a ti misma? Lo que vemos es relativo de hecho, si no hubiese luz ni veríamos. Todo depende de algo, excepto una cosa. Y eso es lo que veo yo”. Su relato me intrigó. Ya no me acordaba de mi nombre si quiera... Lo último que recordaba era que estaba en el lago y que me ahogaba. Tragué saliva y cerré los ojos.
Ahora lo único que me invadía por completo era su dulce voz.
“Todo lo que ves es relativo, preciosa.”
Esta vez abrí los ojos más segura y relajada. Ya no había ninguna abeja delante de mí.
Pero si unos ojos azules profundos que me miraban fijamente.
Chillé como una niña y tapé mi desnudez.
-¿Qué ocurre? -Me preguntó él curioso mientras me miraba sin ningún reparo.
Me escabullí como pude y me escondí detrás de un árbol. Solo asomé la cabeza para observarlo de lejos.
Era muy guapo pero totalmente sencillo. No guapo como los guapos que vemos en la tele.
Era natural como la vida misma... era vida. Y tenía una sonrisa tan sincera que se apoderó de mi con tan solo verla.
Él se acercó a mi travieso y me cogió de la mano.
Me guio por el bosque como si él mismo hubiese esculpido cada centímetro de ese maravilloso lugar. Yo le seguía recelosa, bebiendo de cada contacto que su piel le regalaba a la mía.
Él a veces me dedicaba una sonrisa a la cual yo respondía con una mueca ruborizada.
Por fin llegamos a lo que parecía su destino. Era un claro muy verde, tranquilo y precioso.
Se acomodó en la hierba y me invitó a sentarme a su lado. 
Yo lo hice, todavía turbada por su presencia tan repentina y misteriosa.
-¿Quién eres? - Casi escupí. Llevaba bastante rato haciéndome esta pregunta.
-En estos momentos soy lo que tú ves -Dijo él satisfecho.
-“Eres”... por lo tanto, existes. -Continué retomando las riendas de la conversación.
-Aquí no hay nada, preciosa. Debes mirar con el alma. -Prosiguió.
Yo no entendía de donde salía tanta atracción. Debía de ser un dios o algo. Le acababa de conocer y ya estaba locamente enamorada de él. Necesitaba acercarme todo lo posible y unirme a su cuerpo.
Él pareció leerme la mente porque me acarició la mejilla dulcemente y me besó los labios.
Fue algo muy tierno, pero solo creaba en mi más ansiedad. Yo necesitaba más y más. Era insaciable.
No dejé que se separase de mí y tomé el control.
Yo no era tierna, casi parecía desesperada... como si llevase muchísimo tiempo sin beber agua y me hubiesen dado una botella fresca de agua mineral.
Me tumbé encima de él y me acerqué todo lo que pude. Quería unirme a él de por vida. Quería ser suya y que él fuese mío.
Le obligué a que tocase mi cuerpo y él aceptó en seguida. Acarició cada centímetro de mi piel como si de oro se tratase.
Cada segundo que pasaba, más ansiosa estaba. Casi no me percaté de que las cosas cambiaban a mí alrededor... casi, pero me percaté.
Me separé un poco angustiada de repente. ¿Qué estaba ocurriendo?
El cielo se había nublado y todo a nuestro alrededor estaba cambiando de una manera vertiginosa. De estar en un claro verde iluminado y precioso pasamos a estar en un pantano sucio, fangoso y nublado.
Me asusté y me aparté de él como si su piel me quemase. Él me miró confuso.
-¿Qué ocurre preciosa? –Dijo, preocupado.
Enfoqué mi mirada hacia su rostro, todavía turbada, y lo que vi a continuación asustó cada centímetro de mi ser de una manera inimaginable.
Su cara, antes tierna y natural, ahora se descomponía como si de un zombie se tratase. Sus ojos desiguales me miraban con curiosidad al mismo tiempo que de sus lagrimales empezaban a salir abejas cabreadas.
Me levanté y chillé sin poder apartar la mirada de su horrenda cara. 
Era como si mi peor pesadilla estuviese cobrando vida ante mis ojos.
Quería moverme, quería huir, chillar y llorar como una niña asustada. Pero mis piernas eran incapaces de moverse y mi garganta había perdido la voz.
El chico se levantó y me miró serio.
-Realmente pensé que habías dejado de ser humana. Todo lo que vemos es relativo, preciosa. Te advertí.  –Él pareció entender que yo era incapaz de pronunciar palabra alguna, así que continuó hablando.
-Lo que más deseas o lo que más miedo te produce. Esas son las reglas si le das forma a algo que la mente humana es incapaz de entender. Es el precio que pagas si en lugar de sentir, ves. Si en lugar de entender, le pones nombre. –Finalizó él.
Cerré los ojos con fuerza y me concentré en lo que sus palabras querían decirme, puesto que huir era caso perdido.
Desde que había llegado al otro lado de la orilla me había concentrado en percibir lo que mis ojos querían ver. Si no entendía una cosa, mi cerebro automáticamente cambiaba la realidad para que fuese entendible, para que no se creasen paradojas. Las abejas no hablaban, no sonríen más que en las figuras literarias. Yo no lo entendía, así que mi cerebro quiso verlo como un chico guapo.
No solo eso, quiso verlo como el hombre que más me excitaba. Mi fantasía sexual.
Y ahora todo lo que me rodeaba era mi peor pesadilla.
Pero todo era aparente. Todo lo que había a mi alrededor desaparecía si yo cerraba los ojos. Desaparecía si yo quería que desapareciese.
Nada era real. Todo lo que dependía de algo que sólo un cerebro humano era capaz de medir matemáticamente era aparente, era superficial.
Respiré hondo y me concentré un poco más.
Intenté agudizar mis sentidos. Quería sentir algo, algo más allá de lo aparente. Algo que seguramente habría pasado por alto ya que mi cerebro es incapaz de entender de manera irracional.
Y fue entonces, sólo entonces, cuando lo noté.
Era cálido, sincero, valiente y considerado. Me rodeaba con fuerza si es que había superficie que rodear.
-¿Me ves? –Preguntó esperanzado.
Ahora entendí que quería decir con “me ves”. Y sí, le veía. Le veía con el alma o como queráis llamarlo. Le sentía, le conocía.
Sabía que había estado mucho tiempo esperando mi llegada.
-Lo siento, debí haberme dado cuenta antes. –Dije yo desalentada.
-Sabía que recordarías. –Me consoló.
Y es que había cometido el dulce error de mezclar dos términos diferentes. Yo había sentido carnalmente, había visto con los ojos y había concretado algo que era, esencialmente, abstracto.
Lo que me había acompañado hasta ese “claro del bosque”, lo que había creado en mi tanta turbación era, sin ninguna duda, el amor.
¿Cómo olvidarlo?
Había cometido el dulce error de confundir la atracción con el amor.
Pero era él, sin ninguna duda. Y sí, le recordaba. Le recordaba en muchos momentos de mi vida. Le recordaba en mascotas, en familiares, en amigos, en parejas…
Siempre fiel, había llorado, había reído, me había preocupado… todo, absolutamente todo, gracias a él.
Lo físico sigue leyes físicas al igual que lo químico se guía por leyes químicas y todo basado, principalmente, por la ley de la conservación de la materia.
Todo calculable, todo observable en mayor o menor medida. 
Todo aquello que los humanos podíamos estudiar, calcular…
Pero muchas veces estamos tan pendientes en la vida material que olvidamos cultivar y conservar aquello que tanto cuesta definir.
Y yo lo tenía justo conmigo, recordándome cada momento especial de mi vida.
Muchas personas, a lo largo de su vida, llenaban sus manos de objetos valiosos y mensajes vacíos. Llenaban su vida intentando olvidar que tarde o temprano no habría un mañana. La llenaban con entretenimiento, con diversión y drogas.
¿Qué es lo que recordaríamos cuando fuésemos mayor? ¿Una fiesta de un sábado? ¿Una droga que tomamos? ¿Una serie de televisión que vimos cuando éramos jóvenes?
No, para nada. Llenamos cada segundo de nuestra vida intentando olvidar aquello que somos capaces de recordar.
No es un trabajo, no es una fiesta ni un videojuego… es un amigo, una pareja, una familia.
Es amor.
Y por y para eso debemos vivir: Para amar.
Volví a abrir los ojos.
Esta vez no estaba en el pantano nublado ni en el claro del bosque. 
Estaba bajo el agua lejos, muy lejos de la superficie.
De repente todos los músculos de mi cuerpo se pusieron en marcha y lucharon por la supervivencia.
Abrí la boca en busca de oxígeno y aspiré agua en contra de mi voluntad.
Por suerte, conseguí llegar a la superficie. Respiré hondo y tosí toda el agua que había tragado. ¿Cuánto tiempo había estado bajo el agua?
No tenía tiempo para preguntas sin respuesta así que me puse a nadar con fuerzas renovadas.
Esta vez veía la realidad tal y como era, aceptando mi situación y admirando cada segundo de mi vida. Pero no solo eso, sentía todo a mí alrededor. Sentía el agua, sentía el paisaje, sentía la paz y… era feliz. ¿Cómo explicarlo? Todo era perfecto. Mi vida era perfecta, como la de cualquier otro ser vivo pero de manera única.
Nadé y nadé y no paré hasta que mis pies tocaron la suave orilla del lago. 
Lo había conseguido y ya no había nada que pudiese detenerme.
Sonreí.

sábado, 17 de agosto de 2013

Capítulo I, Dejar para retomar

El corazón me latía a 100 por hora. Nunca había estado tan nerviosa.
Había conseguido alejarme de la policía y ahora restaba en un sitio seguro.
Respiré hondo para aminorar mi corazón.
Era la primera vez que cometía algo grabe. 
Yo siempre había sido una niña buena que seguía las normas y era feliz. Pero mi forma de ver la vida dio una vuelta de 180 grados cuando descubrí eso.
Había robado, había agredido y había asustado a mucha gente...
“Pero ya queda menos” me dije. No me paré a pensar en qué pensarían sobre mi mis amigos y mis familiares. Ellos no comprenderían nunca. Pero... ¿Quién es capaz de hacerlo?
Una vez mi corazón volvió a un ritmo más o menos normal, continué mi marcha.
Las callejuelas de ese pequeño pueblo me parecían fascinantes. Tan rústicas y tan estrechas. Los sitios que menos han sido tocados por el ser humano, son los que más belleza tienen.
Algunas mujeres mayores se paraban a mirarme y a analizarme como si fuese una forastera. De hecho, lo era. Pero ese tipo de miradas me sacaban de quicio. Es esa mirada de juzgar sin conocer.
-Prejuicios-  creo que se llama.
Volví a sacar el libro, mientras caminaba, para confirmar el trayecto. Era un libro antiguo, lleno de magia, tristeza y amor. Era mi gran tesoro, mi meta en la vida. 
Y lo había conseguido gracias a mi madre, que era bibliotecaria y tenía acceso a muchas joyas abandonadas.
Al principio dudé de todas los mitos que se narraban en el libro, pero algo en mi crecía conforme leía, algo en mi nacía con una fuerza inimaginable. Si cabía la posibilidad de que ese lugar existiese, yo tenía que ir.
Llegué a mi destino antes de lo que predije. El pueblo terminaba dando paso a un bosque frondoso y a un camino rocoso muy pequeño y rural. Me interné por él.
El verde del musgo y hojas y la agradable sensación de aire puro, fresco y húmedo me limpiaba los pulmones como si siempre hubiesen estado manchados.
“Por fin en casa” susurré con una amplia sonrisa.
Seguí el camino rocoso contando mis pasos tal y como decía el libro. Conté 369 pasos; ni uno más ni uno menos. Y a continuación, giré a la derecha y me interné por el follaje.
Cuando creía que me había equivocado contando mis pasos, el camino acabó mostrando un muro que imposibilitaba el paso.
Era un muro alto, de piedra, que parecía que llevase ahí mucho más tiempo que cualquier pueblo o civilización antigua.
Era mágico y muy revelador. Me gustó. Pero no había llegado hasta ahí para admirar un muro de piedra, por muy atiguo que fuese. El libro especificaba que había una parte de ese muro por el cual se podía pasar. Se hizo así a drede -narraba el libro- para que solo quienes supiesen el lugar exacto del muro pudiese pasar al otro lado.
Yo debía encontrar un sol tallado en la piedra y contar desde esa 27 piedras más. Todo era genial, muy fácil y simple. Hasta que me percaté del estado de ese muro.
¿Cuándo se escribió ese libro? ¿Se habría traducido muchas veces para que llegase a mi idioma? Porque era imposible que tras tantos años, ese sol tallado en una roca del muro hubiese permanecido intacto y perfecto para mi.
Empecé a tocar todas las piedras que parecía que tuviesen alguna rugosidad y desde esa contaba 27 piedras más. Estuve como 2 horas realizando la misma acción sin conseguir triunfo alguno.
Finalmente, me tiré al suelo cansada y hambrienta.
Las lágrimas amenazaban con salir de mis ojos, pero el cansancio era tanto que no tenía ni fuerzas para llorar.
Pensé en todo lo que me había esforzado, todo lo que había cometido y toda la gente que había dejado atrás... por este sueño. Todo, probablemente, en vano.
Siempre he sido una chica muy soñadora y, aunque lo niegue en muchas ocasiones, creo en algo más allá de la mera “suerte”. La vida es muy caprichosa.
Me levanté. Estaba segurísima al 100% de que encontraría ese lugar.
Lo sabía. Lo intuía. Era así y así iba a suceder.
Miré la piedra que tenía delante. Era esa. Estaba segura. Tenía que serlo.
La toqué. No tenía nada en especial. Si en un tiempo remoto alguien realizó un sol ahí, nadie lo diría. Igualmente, nada podía quitarme la esperanza. Tenía que ser esa. ¿Por qué si no llegar hasta tan lejos?
Conté 27 piedras. Ni una más ni una menos.
Y entonces, me alejé. Observé esa parte del muro detenidamente. 
No parecía que tuviese nada fuera de lo común. No parecía.
Pero me volví a fijar otra vez.
Unas cuantas rocas tenían más musgo de lo normal, como si el musgo del otro lado del muro quisiese abrirse paso para llegar a donde estaba yo.
Me acerqué con el corazón palpitante. Empujé un poco esas rocas y... cedieron. Las rocas cedieron ante mi. Emocionada y con una sonrisa de oreja a oreja, empecé a sacar rocas -que eran del tamaño de un ladrillo- hasta que ya no pude sacar más.
Me dejé caer en el suelo.
Lo había conseguido. Yo. Alicia. La chica débil de ojos comunes. La chica triste que nunca conseguía nada. Esa, justo esa.
Y ahora sí, aliviada, empecé a llorar. Nada había sido en vano. Por ahora el libro no había mentido en nada, por lo tanto habían muchas posibilidades de que toda aquella mitología narrada, fuese real.
Me sequé las lágrimas de alegría y emoción y pasé por el pequeño hueco que dejaban las rocas.
Estaba internándome de lleno en el cambio que mi vida ansiaba. Ese sueño que había tenido desde siempre. No podía creerlo.
Avancé a paso lento e indeciso. Serían como las 6 de la tarde. En los bosques siempre oscurece antes así que tenía que darme prisa. No sabía que clase de depredadores podrían aparecer ni si encontraría un lugar seguro para pasar la noche. Me estremecí por un momento, pero sacudí la cabeza recordando el hallazgo que había conseguido yo sola por lo que nada podía salir mal. Nada.
Tras unos minutos de intenso senderismo, el bosque dejó paso a un amplio y hermoso lago. Nunca había visto nada igual. También es cierto que no había viajado mucho al rededor del mundo, pero cuando digo -nunca- quiero decir, mágico.
Desprendía algo que me atraía hacia él. Era hermoso y curaba heridas profundas que hasta aquel momento no sabía que tenía.
Bebí de esa agua y su efecto fue tan apaciguador como una droga. Relajante.
Desgraciadamente, el agua por muy divina que estuviese, era incapaz de saciar mi hambre.
Por ello, di una vuelta sobre mi misma para comprovar si había algo comestible. Y lo había, oh sí, sí lo había. La boca me empezó a salivar cuando mis ojos detectaron un manzano repleto de manzanas rojas, perfectas y brillantes.
Fui corriendo, arranqué una y me la comí sin pensar.
Cuando ya me había comido unas cuantas, caí en la cuenta.
Era el único manzano que había en toda la héctarea que mis ojos eran capaces de observar. De hecho, ni si quiera creía que fuese el lugar idóneo para que creciese un manzano o si el clima era favorecedor. Por tanto, ¿Qué qué hacía un manzano ahí? Ni idea...Pero tenía hambre. Necesitaba comer. Así que comí hasta que mi barriga se llenó.
Todavía quedaban horas de luz y yo no sabía que tenía que buscar o que tenía que hacer a continuación, así que saqué nuevamente el libro y reeleí los párrafos.
El libro narrava que todas las mitologías más famosas se habían dado en este precioso lugar. Decía que era un lugar mágico, que ocultaba mucha historia sobre nuestra esencia y que era el sitio perfecto para perderse por toda la eternidad.
Que el lugar respondía ante ti. Que te abría puertas que la realidad era incapaz de abrir. Que te daba respuestas a preguntas abstractas e incompletas. Que te daba paz, amor y sabiduría.
Que, en resumen, redondeaba la mente a cualquier persona con mente cuadrada.
No ponía ninguna guía de “Que debes hacer para encontrarte a ti misma una vez dentro del bosque”. 
Ahora sí que estaba sola. Tenía que hacer lo que creyese.
Miré hacia el horizonte, miré el lago. Tras él, había suelo firme, árboles y cosas que descubrir. Esa era mi nueva meta.
Me saqué la ropa, dejé la mochila con todas mis pertencias y me metí en el agua.
Empecé a nadar y nadar con todas las fuerzas que me quedaban. El sol descendía cada minuto y parecía que nunca llegaría a la otra orilla.
Me asusté. 
No eran alucinaciones mías, cada vez la orilla estaba más lejos y el sol se escondía ya entre las lejanas montañas.
Tenía miedo, frío y cansancio. Había luchado mucho para llegar hasta allí, y ahora mi respiración era entrecortada y mis pulsaciones estaban al borde de la taquicardia.
No podía más.
A duras penas recordé las últimas líneas del libro. 
“Encontrarse a uno mismo” “abrir paso a nuevas puertas, puertas que la realidad no te puede abrir”
Algo estaba haciendo mal. 
Yo tenía la esperanza de llegar. 
Esperaba llegar y mi ayuda era el miedo a morir ahogada, como cualquier otro ser vivo.
Ese era el problema. 
Estaba esperando en lugar de aceptar mi situación. Esperaba que el lago fuese pequeño y por eso lo veía pequeño y cada vez que se alargaba más el miedo se apoderaba de mi ser.
Quizá nunca fue pequeño. 
Quizá siempre fue un lago grande pero mis ojos no querían aceptarlo.
Me relajé.
A veces nos pasamos la vida queriendo que las cosas sean a nuestra manera y no nos paramos a disfrutar lo que tenemos en nuestras narices. 
Yo estaba en un lugar precioso, en un agua calmada y reluciente con una orilla lejana.
Cambié mi forma de ver la situación. 
Nadar con desesperación no me llevaría antes a mi destino.
 Así que me tumbé boca arriba en el agua y dejé que ésta me engullera hasta el fondo de su ser.
Mi corazón se relajó y mis ojos por fin pudieron descansar.
Notaba paz. Notaba alivio. Y también notaba falta de oxígeno.

Poco a poco fui perdiendo la consciencia... dejé que la naturaleza hiciese conmigo lo que merecía. 
Dejé para retomar.