Una brisa suave recorrió mi piel mojada.
“¿Estoy viva?” fue lo primero que pensé cuando abrí los
ojos. El sol me saludaba en el firmamento, el agua de la orilla del lago me
mecía dulcemente y el viento me hacía cosquillas en cada centímetro de mi
desnuda piel.
Algo como paz interior residía ahora en mi corazón. Suspiré
enamorada de la vida.
Relajé los hombros, entorné los párpados y dejé la mente en
blanco.
Era perfecto.
Ya no recordaba nada. No recordaba ni a mi familia, ni a mis
amigos, ni la razón por la cual estaba ahí. Solo sentía. Sentía todo lo que
tenía al rededor y lo que no.
Era como si lo abstracto ahora fuese tan real que pudiese
tocarlo con la mente.
Me levanté lentamente y miré hacia delante. Ahí estaba, el
ancho y largo lago. Me miraba desde las profundidades de sus aguas, seguro.
Todavía con la sonrisa en la cara, empecé a caminar sin
rumbo alguno. La hierba le hacía cosquillas a mis pies y las mariposas jugaban
alrededor de mí.
Esta vez no era yo la que perseguía mariposas. Ellas me
seguían a mi, seguras, como quien sigue a una madre.
Pero pronto toda esa paz interior desapareció tan rápido
como había llegado.
Noté un zumbido en mi oreja derecha.
Era un zumbido fuerte, perturbador y revelador. Como si
quisiese decir algo.
Me giré y me volví girar totalmente desorientada. Una abeja
de un tamaño considerable se aproximaba hacia mi curiosa. Yo era totalmente
alérgica a cualquier veneno por lo que le tenía un pánico especial a las
abejas.
Me puse nerviosa y empecé a correr como una loca mientras
agitaba mis brazos alrededor de mi cabeza.
Corría tan ensimismada porque no me picase la abeja que,
finalmente, me tropecé y caí de bruces contra el suelo húmedo y fangoso.
Ese golpe apaciguó mi turbación durante unos pocos minutos,
minutos suficientes como para escuchar su voz.
“¿Estás bien?” Me preguntó.
Alcé la mirada -todavía desenfocada- pero no vi el
propietario de dicha voz.
“Te has dado un buen golpe, preciosa” Dijo esta vez.
Conseguí divisar aquella voz, tras varios torpes intentos. Era la abeja
curiosa.
Me levanté, esta vez más segura, y la miré fijamente.
Ella se acercó a mí y me sonrió, si es que las abejas pueden
sonreír.
“Estoy asombrado. Estás aquí.” Dijo.
Todavía no estaba segura de si tenía un traumatismo cerebral
por lo que decidí no responder. Parpadeé como cinco veces más, me froté los
ojos, escupí para ver si había sangre, y volví a fijar mi mirada en la abeja,
que no se había movido ni un ápice.
-No lo sé, puede que esté loca. -Respondí finalmente.
La abeja zumbó divertida alrededor de mí.
“La cordura solo aleja a los humanos de las respuestas más
interesantes. Pero tú ya no eres humana”
Dijo la abeja satisfecha.
-Claro que lo soy, eso es estúpido... ¿No me ves?-
“¿Y tú te ves a ti misma? Lo que vemos es relativo de hecho,
si no hubiese luz ni veríamos. Todo depende de algo, excepto una cosa. Y eso es
lo que veo yo”. Su relato me intrigó. Ya no me acordaba de mi nombre si
quiera... Lo último que recordaba era que estaba en el lago y que me ahogaba.
Tragué saliva y cerré los ojos.
Ahora lo único que me invadía por completo era su dulce voz.
“Todo lo que ves es relativo, preciosa.”
Esta vez abrí los ojos más segura y relajada. Ya no había
ninguna abeja delante de mí.
Pero si unos ojos azules profundos que me miraban fijamente.
Chillé como una niña y tapé mi desnudez.
-¿Qué ocurre? -Me preguntó él curioso mientras me miraba sin
ningún reparo.
Me escabullí como pude y me escondí detrás de un árbol. Solo
asomé la cabeza para observarlo de lejos.
Era muy guapo pero totalmente sencillo. No guapo como los
guapos que vemos en la tele.
Era natural como la vida misma... era vida. Y tenía una
sonrisa tan sincera que se apoderó de mi con tan solo verla.
Él se acercó a mi travieso y me cogió de la mano.
Me guio por el bosque como si él mismo hubiese esculpido
cada centímetro de ese maravilloso lugar. Yo le seguía recelosa, bebiendo de
cada contacto que su piel le regalaba a la mía.
Él a veces me dedicaba una sonrisa a la cual yo respondía
con una mueca ruborizada.
Por fin llegamos a lo que parecía su destino. Era un claro
muy verde, tranquilo y precioso.
Se acomodó en la hierba y me invitó a sentarme a su lado.
Yo
lo hice, todavía turbada por su presencia tan repentina y misteriosa.
-¿Quién eres? - Casi escupí. Llevaba bastante rato haciéndome
esta pregunta.
-En estos momentos soy lo que tú ves -Dijo él satisfecho.
-“Eres”... por lo tanto, existes. -Continué retomando las
riendas de la conversación.
-Aquí no hay nada, preciosa. Debes mirar con el alma.
-Prosiguió.
Yo no entendía de donde salía tanta atracción. Debía de ser
un dios o algo. Le acababa de conocer y ya estaba locamente enamorada de él.
Necesitaba acercarme todo lo posible y unirme a su cuerpo.
Él pareció leerme la mente porque me acarició la mejilla
dulcemente y me besó los labios.
Fue algo muy tierno, pero solo creaba en mi más ansiedad. Yo
necesitaba más y más. Era insaciable.
No dejé que se separase de mí y tomé el control.
Yo no era tierna, casi parecía desesperada... como si
llevase muchísimo tiempo sin beber agua y me hubiesen dado una botella fresca
de agua mineral.
Me tumbé encima de él y me acerqué todo lo que pude. Quería
unirme a él de por vida. Quería ser suya y que él fuese mío.
Le obligué a que tocase mi cuerpo y él aceptó en seguida.
Acarició cada centímetro de mi piel como si de oro se tratase.
Cada segundo que pasaba, más ansiosa estaba. Casi no me
percaté de que las cosas cambiaban a mí alrededor... casi, pero me percaté.
Me separé un poco angustiada de repente. ¿Qué estaba
ocurriendo?
El cielo se había nublado y todo a nuestro alrededor estaba
cambiando de una manera vertiginosa. De estar en un claro verde iluminado y
precioso pasamos a estar en un pantano sucio, fangoso y nublado.
Me asusté y me aparté de él como si su piel me quemase. Él
me miró confuso.
-¿Qué ocurre preciosa? –Dijo, preocupado.
Enfoqué mi mirada hacia su rostro, todavía turbada, y lo que
vi a continuación asustó cada centímetro de mi ser de una manera inimaginable.
Su cara, antes tierna y natural, ahora se descomponía como
si de un zombie se tratase. Sus ojos desiguales me miraban con curiosidad al
mismo tiempo que de sus lagrimales empezaban a salir abejas cabreadas.
Me levanté y chillé sin poder apartar la mirada de su
horrenda cara.
Era como si mi peor pesadilla estuviese cobrando vida ante mis
ojos.
Quería moverme, quería huir, chillar y llorar como una niña
asustada. Pero mis piernas eran incapaces de moverse y mi garganta había
perdido la voz.
El chico se levantó y me miró serio.
-Realmente pensé que habías dejado de ser humana. Todo lo
que vemos es relativo, preciosa. Te advertí.
–Él pareció entender que yo era incapaz de pronunciar palabra alguna,
así que continuó hablando.
-Lo que más deseas o lo que más miedo te produce. Esas son
las reglas si le das forma a algo que la mente humana es incapaz de entender.
Es el precio que pagas si en lugar de sentir, ves. Si en lugar de entender, le
pones nombre. –Finalizó él.
Cerré los ojos con fuerza y me concentré en lo que sus
palabras querían decirme, puesto que huir era caso perdido.
Desde que había llegado al otro lado de la orilla me había
concentrado en percibir lo que mis ojos querían ver. Si no entendía una cosa,
mi cerebro automáticamente cambiaba la realidad para que fuese entendible, para
que no se creasen paradojas. Las abejas no hablaban, no sonríen más que en las
figuras literarias. Yo no lo entendía, así que mi cerebro quiso verlo como un
chico guapo.
No solo eso, quiso verlo como el hombre que más me excitaba.
Mi fantasía sexual.
Y ahora todo lo que me rodeaba era mi peor pesadilla.
Pero todo era aparente. Todo lo que había a mi alrededor
desaparecía si yo cerraba los ojos. Desaparecía si yo quería que desapareciese.
Nada era real. Todo lo que dependía de algo que sólo un
cerebro humano era capaz de medir matemáticamente era aparente, era
superficial.
Respiré hondo y me concentré un poco más.
Intenté agudizar mis sentidos. Quería sentir algo, algo más
allá de lo aparente. Algo que seguramente habría pasado por alto ya que mi
cerebro es incapaz de entender de manera irracional.
Y fue entonces, sólo entonces, cuando lo noté.
Era cálido, sincero, valiente y considerado. Me rodeaba con
fuerza si es que había superficie que rodear.
-¿Me ves? –Preguntó esperanzado.
Ahora entendí que quería decir con “me ves”. Y sí, le veía.
Le veía con el alma o como queráis llamarlo. Le sentía, le conocía.
Sabía que había estado mucho tiempo esperando mi llegada.
-Lo siento, debí haberme dado cuenta antes. –Dije yo
desalentada.
-Sabía que recordarías. –Me consoló.
Y es que había cometido el dulce error de mezclar dos
términos diferentes. Yo había sentido carnalmente, había visto con los ojos y
había concretado algo que era, esencialmente, abstracto.
Lo que me había acompañado hasta ese “claro del bosque”, lo
que había creado en mi tanta turbación era, sin ninguna duda, el amor.
¿Cómo olvidarlo?
Había cometido el dulce error de confundir la atracción con
el amor.
Pero era él, sin ninguna duda. Y sí, le recordaba. Le
recordaba en muchos momentos de mi vida. Le recordaba en mascotas, en
familiares, en amigos, en parejas…
Siempre fiel, había llorado, había reído, me había preocupado…
todo, absolutamente todo, gracias a él.
Lo físico sigue leyes físicas al igual que lo químico se
guía por leyes químicas y todo basado, principalmente, por la ley de la
conservación de la materia.
Todo calculable, todo observable en mayor o menor medida.
Todo aquello que los humanos podíamos estudiar, calcular…
Pero muchas veces estamos tan pendientes en la vida material
que olvidamos cultivar y conservar aquello que tanto cuesta definir.
Y yo lo tenía justo conmigo, recordándome cada momento
especial de mi vida.
Muchas personas, a lo largo de su vida, llenaban sus manos
de objetos valiosos y mensajes vacíos. Llenaban su vida intentando olvidar que
tarde o temprano no habría un mañana. La llenaban con entretenimiento, con
diversión y drogas.
¿Qué es lo que recordaríamos cuando fuésemos mayor? ¿Una
fiesta de un sábado? ¿Una droga que tomamos? ¿Una serie de televisión que vimos
cuando éramos jóvenes?
No, para nada. Llenamos cada segundo de nuestra vida
intentando olvidar aquello que somos capaces de recordar.
No es un trabajo, no es una fiesta ni un videojuego… es un
amigo, una pareja, una familia.
Es amor.
Y por y para eso debemos vivir: Para amar.
Volví a abrir los ojos.
Esta vez no estaba en el pantano nublado ni en el claro del
bosque.
Estaba bajo el agua lejos, muy lejos de la superficie.
De repente todos los músculos de mi cuerpo se pusieron en
marcha y lucharon por la supervivencia.
Abrí la boca en busca de oxígeno y aspiré agua en contra de
mi voluntad.
Por suerte, conseguí llegar a la superficie. Respiré hondo y
tosí toda el agua que había tragado. ¿Cuánto tiempo había estado bajo el agua?
No tenía tiempo para preguntas sin respuesta así que me puse
a nadar con fuerzas renovadas.
Esta vez veía la realidad tal y como era, aceptando mi
situación y admirando cada segundo de mi vida. Pero no solo eso, sentía todo a mí
alrededor. Sentía el agua, sentía el paisaje, sentía la paz y… era feliz. ¿Cómo
explicarlo? Todo era perfecto. Mi vida era perfecta, como la de cualquier otro
ser vivo pero de manera única.
Nadé y nadé y no paré hasta que mis pies tocaron la suave
orilla del lago.
Lo había conseguido y ya no había nada que pudiese
detenerme.
Sonreí.