Había olvidado para que sirve fotografiar.
He fotografiado prácticamente la mitad de mi vida y es ahora
cuando entiendo su significado.
No solo fotografías una cara, un paisaje o un objeto, no.
Fotografías un contexto, una sociedad, una cultura, un sentimiento, un espacio,
un tiempo…
Y quizá no nos damos cuenta, pero somos muy valientes de lo
ignorantes que somos al decidir hacerlo.
Tarde o temprano, llega el día en el que encuentras una
vieja foto, una foto que hiciste sin la menor idea de lo que produciría en ti
en un futuro.
La miras… y lloras, ríes o incluso, te enfadas.
Sabes qué hay detrás de esa foto… recuerdas quién eras,
donde estabas, tus preocupaciones, tus sentimientos. Recuerdas quién estaba en
aquel entonces y quién en la actualidad ya no vive. Recuerdas un amor, el
primer amor.
Recuerdas lo que ya no eres. Recuerdas lo que querías ser.
Y también recuerdas el tiempo, que en cada foto deja su
huella.
Yo, empujada por el ansia de capturar al menos la mitad de
la belleza que captaban mis ojos, me sumergí en la fotografía. No miento cuando
digo que he llegado a hacer un millón de fotos, porque las he hecho.
Y las miro… después de un año, dos o tres. Fotos que, en
aquel entonces, solo pretendían crear belleza ahora me hacen daño.
Me duele mi sonrisa en la foto, falsa y superficial. Me
duele porque sé quién era, que quería, donde estaba, cuándo estaba… y ahora
todo eso no existe más que en una foto, que se burla de mi con una sonrisa.
Me sumergí en un mundo de valientes sin ninguna armadura, tan
ignorante.
Los recuerdos me persiguen… y es obvio que lo harán
igualmente con o sin fotos.
A pesar de ello, es ahora cuando me arrepiento de haber
perdido unos maravillosos momentos posando o intentando capturar una belleza
(incapturable) en lugar de haber aprovechado cada uno de los instantes que nos
regala la vida… con una sonrisa única, natural, que ninguna cámara nunca será
capaz de capturar.
Porque finalmente te das cuenta de que la vida no está hecha
para fotografiarla, sino para disfrutarla.