jueves, 22 de agosto de 2013

Capítulo III, el misterio de la caja

El otro lado del lago era prácticamente igual que en el que había estado.  Hermoso, por supuesto.
Me interné en el bosque en busca de sombra y me tumbé en el suelo mientras recuperaba el aliento.
Había llegado hasta allí yo sola y no solo eso, había burlado la muerte. Por lo que mi autoestima había aumentado considerablemente.
Estuve un buen rato sentada disfrutando de la suave brisa y la sombra acogedora hasta que finalmente mis tripas dieron señales de vida.
No parecía que hubiese nada comestible en los alrededores, desgraciadamente. Recordé el manzano que había encontrado en el otro lado del lago y mi boca empezó a salivar violentamente.
Necesitaba comer, ya.
Me levanté contenta de tener un nuevo objetivo y empecé mi búsqueda de alimento.
Al principio fue difícil y desesperante, pero pronto empecé a encontrar árboles conocidos cuyas frutas eran comestibles e incluso frutos secos.
No era un manjar, por supuesto… pero para alguien que se había internado en un supuesto bosque sagrado mitológico sin nada más que un libro, un cuaderno, un boli y una cámara de fotos… era más que suficiente.
Para ser precisos, en aquel mismo instante no tenía ni ropa. Lo había dejado todo al otro lado de la orilla en una desesperante forma de empezar mi aventura.
“Mejor así”, pensé. No necesitaba objetos. Sólo me necesitaba a mí misma y algo que aprender.
Tras llenar mi estómago, decidí descansar un rato más. Había tenido muchas emociones en un corto plazo de tiempo, debía estabilizar mis sentimientos y asentar mis ideas.
Y fue lo que hice las dos siguientes horas.
Cuando volví a abrir los ojos tras una cómoda siesta, casi creía poder ver todavía aquellos ojos azules profundos y curiosos.
¿Habría sido todo un sueño? Mi corazón y mi cabeza no se ponían de acuerdo, así que decidí que era real en la medida que soy capaz de comprender.
La realidad depende de la cultura, la ignorancia e incluso la edad. Por supuesto no es la misma realidad la que vivía yo que la que vive un niño de África.
Yo lo entendería así.
Durante mi estancia en aquel lugar, abriría nuevos caminos a mi realidad. Abriría la mente a nuevas posibilidades. Porque, solo quizás, todo era posible. Y mientras estuviese el “Quizás” era suficiente.
Estiré todos los músculos y proseguí mi pausada marcha.
Ya era hora de… hacer lo que tuviese que hacer. Era curioso sí, pero los mejores caminos son aquellos que encontramos sin buscar. Porque para buscar nos hacemos ideas, ilusiones y prejuicios. Ya esperamos encontrar algo. En cambio, no buscarlo supone valorar aquello que encontremos de una manera más honesta y real.
Por tanto, curioso o no, yo caminaba contenta de manera azarosa, disfrutando de las cosas que encontraba por el bosque, de los animales que me observaban desde lo lejos y de la vida en si.
Porque la vida era maravillosa, perfecta, estupenda… hasta que encontré eso. El dicho de todos los gatos, la tortura de todo ser humano.
Tras un buen rato de senderismo llegué a un claro del bosque poco iluminado debido a los altos árboles. Y allí en medio, como si formase parte del hermoso paisaje, se encontraba una caja de cartón cerrada.
Al principio algo en mi cerebro pareció no encajar aquello. Se suponía que este lugar estaba desierto y ante mis ojos se hallaba una caja típica de embalaje marrón, obviamente, cerrada.
Me acerqué lentamente como si en cualquier momento pudiese estallar una bomba.
Estaba justo en medio y de repente se me ocurrió que podría haberla dejado alguien.
Me estremecí ante aquella idea y tapé mis pechos con los brazos a la par que mis ojos intentaban localizar cualquier intruso gracioso.
¿Sería una broma? Si era así, pronto lo sabría.
Me acerqué hasta una distancia prudente de la caja y empecé a dar vueltas a su alrededor como si fuese un depredador, observando cada centímetro de ella.
No había nada fuera de lo normal que llamase mi atención. Era una simple caja en un extraño y curioso lugar.
Me senté en frente de ella y la miré detenidamente. Fuera lo que fuese, algo debía contener en su interior, ¿no?
Quizá comida, ropa, un set de supervivencia… aquello sería lo más usual y recomendable. Pero quizá había algo más, quizá estaba la respuesta a todas mis preguntas, quizá se encontraba la felicidad o incluso quizá esa cajita contenía guardado el secreto de la vida eterna…
Mi cerebro jugó y jugó con ideas de lo que aquella caja podía contener.
¡Podría ser cualquier cosa! Y aquella certeza solo incentivaba más mi curiosidad e imaginación.
Pasaron los días, los meses, y yo cogí costumbre de ir siempre al claro del bosque y sentarme en frente de la caja para observarla detenidamente e imaginar que podría haber dentro.
Se volvió algo vicioso y necesario para mi día a día.
Muchas veces, olvidaba comer, olvidaba las actividades básicas para la supervivencia, prendida ante el misterio de la caja.
Muchos pensaréis… ¿Y por qué no la abriste? Probablemente mi vida en ese momento necesitaba misterio, imaginación, ilusión, esperanza…qué se yo.
Pero todo, absolutamente todo, estaba basado en la caja, en lo que ella podría contener y en lo que eso supondría para mi vida.
Un día me desperté perezosa, cansada un poco de la rutina.
Llevaba tiempo de mal humor y todo lo que se me ocurría que pudiese haber dentro de la caja era malo. Con malo quiero decir cosas que supondrían un cambio malo en mi vida. Como, por ejemplo, tristeza, soledad, desolación…
El tiempo no acompañaba mi mal augurio. Los días claros y calurosos hacía ya tiempo que habían acabado.
No tenía nada de ropa, por lo que ya empezaba a notar el descenso de temperatura en mis propias carnes.
Me levanté y empecé mi camino rutinario hasta la caja. No dormía cerca de ella, por supuesto. A pesar de que era mi mayor intriga, también era mi mayor miedo. Por lo que me pasaba el día junto a ella y la noche lejos, muy lejos.
Por fin la divisé a lo lejos, en su sitio, como siempre.
Caminé con paso ligero y me senté en frente de ella. Nos miramos mutuamente como de costumbre.
Y ella, nuevamente, solo me dejaba creer que en su interior habría cosas malas.
Mi corazón se aceleró apresuradamente.
No podía soportar más esa intriga y ese dolor. Necesitaba saber que había dentro, necesitaba saber que había algo bueno, que era importante y que todo el tiempo trascurrido en frente de ella imaginando, no había sido en vano.
Supongo que en fondo sabía que tarde o temprano abriría esa caja. Solo tenía miedo a asomarme en su interior. Solo tenía miedo a saber la verdad porque imaginar era mucho más sencillo y menos doloroso.
Pero ya era hora, tenía que hacerlo. Ya no por la intriga, sino por mi. Por mis sentimientos.
Y… eso hice. Me acerqué con las manos temblantes y el corazón ajetreado y poco a poco fui abriendo la caja de cartón marrón.
Abrí un asa, abrí la otra y… me asomé.
Había imaginado muchísimas cosas… mi imaginación había volado, había soñado e incluso había amado. Pero no era nada de aquello, ni mucho menos.
¿Qué había en la caja? Pues se hallaba lo único que no se me había pasado por la cabeza:
Nada.
Dentro de la caja, no había nada.
Mi corazón dio un vuelco y me separé de ella angustiada asimilando la información poco a poco.
Fue uno de esos momentos en los que tu realidad se ve alterada. Notas como que algo importante ha ocurrido y esperas a la reacción fisiológica de tu cuerpo.
Y así fue.
Empecé a llorar como una niña. Las lágrimas caían de mis ojos como si no hubiese un mañana.
Lloraba y lloraba desolada.
Me sentía dolida, estafada, engañada y al mismo tiempo… culpable. Yo sola había buscado aquel sufrimiento.
Nadie me obligó a mirar en la caja ni nadie me obligó a imaginar que pudiese haber cosas buenas dentro. Pero lo hice, pobre de mi.
Mi corazón sufría, mi alma estaba rota y las pruebas eran mis lágrimas.
Solo el tiempo podría curar aquella herida profunda, solo el tiempo diría si aprendí algo de aquel triste desenlace.

Porque el tiempo es el único capaz de no detenerse a pesar de todas las adversidades.
Porque yo era incapaz de seguir... porque soy incapaz.

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